Inmunidad comunitaria frente al autoritarismo de balcón | Una mirada desde europa que golpea en la cara de gobiernos latinoamericanos
por Patricia Manrique
Hay otras formas de pensar la inmunidad, una inmunidad comunitaria que maneje de otro modo las relaciones en tiempos de pandemia —y no—, que reformule nuestra noción de defensa, de contagio, de relación, de cuidado y hasta de nuestra propia identidad.
Con el coronavirus, la Europa clasemediera y capitalista que vivía en una atalaya de invulnerabilidad ha descubierto la propia fragilidad, ha descubierto la otredad afectándola sin remedio, sin posibilidad de contención total. Las porosas fronteras del capital han difundido silenciosamente un virus que no consigue parar el cierre de las fronteras a las personas: un cierre, que, por cierto, no tiene nada de excepcional, como bien sabemos, salvo que ahora afecta a los turistas, esa especie de apátridas eventuales y con derechos humanos —a diferencia de las personas migrantes—.
La mano invisible del mercado, más invisible que nunca, se ha demostrado incapaz de sostener la vida, llevando a sus defensores a clamar por lo comunitario-estatal en la sanidad e incluso en la protección social que riega los circuitos comerciales —keynesianismo de toda la vida— donde antes sólo les interesaba el Estado como miembro fantasma garante de sus latrocinios especulativos… para rescatar bancos y cuestiones así.
Y no deja de ser impresionante el capital desplegado en estos días, prueba de que cuando hay voluntad se pueden hacer las cosas de maneras bien diferentes. Los responsables políticos europeos movilizan ingentes cantidades de dinero —hasta Alemania está dispuesta a endeudarse y ha redoblado un 50% su presupuesto— supuestamente porque que “la vida es lo primero”.
Pero mienten. Toda la movilización de capitales y la inmovilización de personas que estamos viendo en tiempo de Coronavirus no se debe a que “la vida” sea lo primero. Si así fuese, no se toleraría y, más aún, no se seguirían impulsando con medidas inhumanas cifras inasumibles de ahogados en el Mediterráneo, de muertes, de vidas sin vida en las fronteras europeas. Si se pusiera realmente por delante de todo “la vida”, cortar de raíz con esa vergüenza tendría un coste significativamente inferior al que va a tener preservar la vida en el caso de la expansión del Covid19 en Europa… Pero es que, ahí está la clave, de lo que ahora se trata es de la vida europea, la ‘nuestra’, de ese ‘nosotros’ tan cerrado e inmunitario que llamamos Europa.
La excepción y la movilización de ingentes recursos para proteger la vida de la ‘ciudadanía media europea’ —la más estándar, quedando fuera desde los indigentes a las trabajadoras del hogar pasando por todas aquellas personas que sobreviven a salto de mata, que no son pocas— nos ha mostrado el tipo de selección social despiadada sobre la que se edifica Europa, un producto de la Modernidad-Colonialidad caracterizado por la producción sistemática de subhumanos. No, “la vida” no es considerada por primera vez lo primero, es la vida de las y los ‘nuestros’, en todo caso.
INMUNITAS CONTRA COMMUNITAS
No se trata solo de que haya habido en Europa, con el correr de los siglos, una reducción de la comunidad que la ha ido distorsionando y desvirtuando, reduciéndola al lenguaje de la identidad y la particularidad, cuando lo realmente distintivo debiera ser la relación —entre diferentes—, es que, además, como ha investigado Roberto Esposito, el doble invertido de la communitas, la inmunitas, la inmunización, se ha impuesto hasta prácticamente eliminar la communitas, el común munus, la obligación recíproca debida entre seres humanos que sólo podemos ser en común.
La sociedad, la economía, la técnica y la gestión modernas han hecho desaparecer progresivamente la relación y han colocado, en su lugar, una serie de derechos individuales que son un ejercicio de neutralización del conflicto en sociedades infestadas de inmunitas, de inmunización, de dispensa del contagio que supone la relación. Solo se llega a ser “individuo”, con unos límites precisos, separado de les otres, habiéndose liberado del riesgo que supone el munus, la obligación recíproca para con el otro.
Hay en la inmunitas, así, un componente antisocial y anticomunitario, ya que interrumpe el circuito social de donación recíproca que ha de caracterizar a una comunidad. Simone Weil critica, por ejemplo, ese dispositivo que es la inmunización jurídica, que coloca delante al sujeto y sus derechos, obviando la obligación. Gracias a esto, la persona jurídica permite cambiar el “dado que yo tengo obligaciones, los otros tendrán derechos” por un “dado que yo tengo derechos, los otros tendrán obligaciones”, muestra Weil.
Desde la visión contractualista liberal, quiere decir, por encima de todo están los derechos: un enfermero o una doctora en plena crisis de coronavirus tienen el derecho de protegerse y negarse a trabajar, preservar su vida ante todo. Sin embargo, lo que estamos viendo es a todo el personal sanitario exponiéndose, asistiendo a quien lo necesita, haciéndose cargo de ese munus, de esa obligación para con la vulnerabilidad de los enfermos y enfermas. Y esta crisis, parece, no podría solventarse si nos ciñéramos a términos contractuales, si no hubiera una exposición a les otres, incluso al contagio. Cada cual ha de sopesar quién es más débil, cómo manejar ese siempre complejo equilibrio entre los cuidados y los autocuidados.
Aunque no hay comunidad sin algún tipo de aparato inmunitario, pueden procurarse formas de entender la identidad de un modo abierto y no excluyente para hacer que lo inmune no sea enemigo de lo común. Buscar una inmunidad virtuosa, evidentemente necesaria en el caso del coronavirus, una inmunidad comunitaria en la que lo que debe importarnos no es la propia protección si no la de otros y otras, que suponga que la lucha por la salud sea una responsabilidad compartida, que requiera del concurso de todes y para todes.
INMUNIDAD COMUNITARIA, NO BELICISTA
La retórica inmunológica moderna, como hemos visto en los discursos de buena parte de los responsables políticos en estos días, ha presentado muy a menudo una retórica belicista mostrando su objeto de estudio como una “batalla sin cuartel” contra todo tipo de riesgo o contaminación: las metáforas guerreras han preñado, por norma, las explicaciones de muchos inmunólogos.
Otros tipos de análisis contemporáneos tratan de escribir el cuerpo fuera de la semántica de lo propio. Un ejemplo es Donna Haraway, quien considera que el sistema inmunitario es “un mapa diseñado para servir de guía en el reconocimiento y en la confusión del yo y del otro en la dialéctica de la biopolítica occidental”, un espacio privilegiado para pensar la identidad y la relación con les otres. Su trabajo propone “la confusión de las fronteras y a la responsabilidad en su construcción”, como señala su Cyborg Manifesto (1984), proyecto desestabilizador que pone en valor el hecho de que la relación actual entre política y vida pasa por el filtro de la biotecnología.
Para Haraway, empeñada en ensayar nuevas soluciones que pasan por nuevos lenguajes, las metáforas biológicas que nombran el sistema inmunitario podrían describirlo como un posible mediador, más que como un sistema de control central o como un departamento de defensa armado, entendiendo la enfermedad en términos de reconocimiento y comunicación. El yo, apunta Haraway, no acaba en la piel, ni tiene límites precisos por más que proyectos como el genoma humano quieran definirnos en una especie de proyecto dominador de humanismo tecno-científico y se puede plantear de modo diferente el sistema inmunitario, como una comunicación o interacción entre un yo semi-impermeable y lo otro.
El confinamiento y el estado de alarma tienen el obvio peligro de suponer, por la situación de excepción, terreno abonado para el autoritarismo estatal, pero corremos el peligro de, no sólo no mejorar en nuestros hábitos inmunitarios sino empeorar, y que se imponga la actitud autoritaria y de inmunidad viciosa en la propia sociedad civil. Hemos de protegernos del autoritarismo de balcón como el de esa mujer que jalea a unos policías mientras estos reducen a otra que pide socorro, o las reiteradas imágenes de vecinos increpando a transeúntes sin saber a qué obedece su estar en la calle, o el de esos vecinos que piden a otros que llamen a la policía cuando salga a pasear el del 5º, que no aplaude todos los días a las ocho.
Esas actitudes son muestra de excesos inmunitarios y de una inmunidad viciosa, cerrada por completo al otro, idiota. Por el contrario, una inmunidad comunitaria, que nos devuelva al munus en tiempos de pandemia, sería reforzar los lazos de responsabilidad mutua más allá de esta crisis, y que, seguido de una puesta en valor de la sanidad pública que parece inevitable, pero sólo está en nuestras manos conseguir, vaya el reconocimiento de otros servicios comunes diezmados por las políticas de austeridad neoliberales cuyo fracaso es ahora tan patente… Y, sobre todo, del papel de cada una de las personas en la convivencia, mediante una remodelación radical de nuestras subjetividades. Ante una inmunidad radical que es a todas luces imposible en plena globalización, veremos si somos capaces de una inmunidad comunitaria, virtuosa.
Ya hay, por ejemplo, gente que trabaja en residencias y en la sanidad que, estando contagiados/as y no teniendo síntomas o teniéndolos leves, algo que les permite hacer vida casi normal, han señalado que preferían seguir trabajando con enfermos/as, en entornos en los que ya no podían contagiar y, sí, en cambio ayudar, para, de paso, no contagiar a sus familias. Eso es una gestión comunitaria de la inmunidad, una inmunidad negociada, eso rompe con el mantra del aislamiento completo de los enfermos y enfermas, de su individuación, de la frontera radical, de la imaginería de la separación como toda solución… Cambiar la mirada abre puertas a nuevas soluciones.
Con información de El Salto Diario