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Estoy en la casa de Cortázar. En la que fue la casa de Cortázar. El mueble que tengo frente a mí fue su biblioteca, allí se cobijaron sus libros. Camino unos pasos y llego a la que fue su habitación, un cuarto muy pequeño: me lo imagino acostado ahí, a ese escritor que era tan alto que sus alumnos lo apodaban “Largázar”, ocupando casi todo el espacio de pared a pared. Vuelvo al salón y contemplo el rincón junto a la biblioteca, el rincón en que el autor de Rayuela reunía a unos niños –que eran sus primos pero que por la diferencia de edad parecían sus sobrinos– y les leía cuentos y jugaba con ellos a inventar palabras.
Cortázar vivió en muchas casas, desde luego. Este amplio departamento, en la tercera planta de un edificio en el barrio Rawson –que a su vez está dentro del barrio de Agronomía y linda con el de Villa del Parque, en esta inmensa urbe de mil caras que es Buenos Aires–, no es donde más tiempo residió, pero sí el hogar con el que mantuvo un vínculo más extendido a través de los años: se mudó aquí con su familia, a principios de la década de 1930, y siguió visitándolo hasta los años setenta, cuando ya llevaba más de dos décadas viviendo en París, hasta poco antes de que su madre, octogenaria, decidiera mudarse a un edificio con ascensor.
La casa, ahora, se ve brillante, luminosa. Las ventanas dan a una plazoleta, en un pequeño barrio que parece una isla, un remanso de paz en medio del frenesí de la metrópoli. No es una casa-museo, no está abierta al público general. Algunos privilegiados tenemos la posibilidad de entrar, caminar sobre el suelo de madera, sacar algunas fotos, buscar por ahí, en los resquicios, qué queda de Cortázar.
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¿Qué queda de nosotros en las casas donde hemos vivido? ¿Qué relación tenemos con ellas? ¿Qué creemos que podemos encontrar al visitar las casas donde hemos vivido, o donde vivió gente querida, gente que de alguna manera forma parte de nuestras vidas?
“Yo me quedo con las casas donde he sido feliz, donde he asistido a la belleza, a la bondad, donde he vivido plenamente –escribe Cortázar en una carta a sus amigas Marcela Duprat y Lucienne Chavance de Duprat en abril de 1940–. Guardo la fisonomía de las habitaciones como si fueran rostros; vuelvo a ellas con la imaginación, subo escaleras, toco puertas y contemplo cuadros. Yo no sé si los hombres son demasiado ingratos con las casas, o si en mi gratitud hacia ellas hay algo de neurosis. El hecho es que amo los recintos donde he encontrado un minuto de paz; no los olvido nunca, los llevo conmigo y conozco su esencia íntima, el misterio ansioso por revelarse que habita en toda pared, en todo mueble”.
En esa misiva, quien por entonces era un muchacho de 25 años que daba clases de lengua y literatura en Chivilcoy, un pueblo a 160 kilómetros de Buenos Aires, agrega:
“Me explico los fantasmas: ¿cómo no regresar de la muerte, algunas veces, a visitar las casas queridas? ¿Cómo no acariciar las colgaduras, entornar las puertas de los armarios, asistir al lago de los espejos, entreabrir el aire de los aparadores? Yo seré un fantasma incansable, alguna vez; ¡tengo tantas casas que visitar de nuevo, diseminadas en la ciudad, en los pueblos, en las novelas, en la historia…!”
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Un día de 1977, una veinteañera descubrió un cartel de venta en un edificio frente a una plaza donde exultaba un jacarandá en flor, “todo lila y celeste”. Y como andaba en busca de una casa que comprar, quiso que fuera esa. La falta de ascensor y otros detalles arquitectónicos la hacían, para su tamaño, relativamente barata. La sorpresa de la muchacha fue enorme cuando supo que aquel departamento, en el 3246 de la calle José Gervasio Artigas, era la casa de Cortázar, a quien ella había leído con fervor. El trámite se encaminó.
Pero aquellos eran tiempos horribles para la Argentina. La dictadura militar imponía el terror, no solo a través de la tortura y el crimen, sino también por medio de una política económica que favorecía a pocos y pauperizaba a las mayorías. Cortázar, también por razones políticas, no podía volver al país, y debido a eso las gestiones se alargaban y la inflación hacía que el dinero de la compradora alcanzara cada vez para menos.
“Yo solo contaba con el dinero inicial, por lo que me había resignado –explicó la mujer en una entrevista–. Entonces la madre [de Cortázar] recibió una carta escrita por Julio diciéndole que como él había dado su palabra, y la demora había sido por su culpa, él ponía la diferencia que hacía falta. Es decir, a mí me mantenía el precio acordado originalmente y a la familia le pagó la diferencia para comprar el nuevo departamento”.
Esa mujer se llama Nelly Schmalko. Es socióloga, investigadora y docente universitaria y además, desde hace más de cuatro décadas, la propietaria de la casa de Cortázar. Es ella quien me ha permitido visitarla, recorrerla; es ella quien me habla de la biblioteca, del modo en que Cortázar sigue presente en estas habitaciones, de su hábito de jugar a inventar palabras con sus primitos que parecían sus sobrinos en ese rincón de ahí, junto a la biblioteca.
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“Te evoco y veo que has sido / en mi pobre vida paria / una buena biblioteca”. Así empieza el poema “Rechiflao en mi tristeza”, en el que Cortázar, en Nairobi, en 1976, parafraseaba un tango de Celedonio Flores, en homenaje al mueble que ahora tengo frente a mí. El único objeto físico que quedaría en la casa cuando, poco después, esta cambiara de habitantes. “Te quedaste allá, / en Villa del Parque, / con Thomas Mann y Roberto Arlt y Dickson Carr”, continúa el poema, y luego enumera a varios autores más, hasta llegar a “la edición tan perfumada del pequeño amarillo Larousse Ilustrado, donde por suerte todavía no había entrado mi nombre”.
No sé si en el mueble hay ahora algún ejemplar de la Enciclopedia Larousse, pero sí hay una foto de Cortázar (el famoso retrato hecho por Sara Facio) y muchos libros con su nombre: Schmalko tiene ahí su bibliografía casi completa, junto con otros muchos volúmenes de literatura argentina y latinoamericana. Me cuenta que solo una vez la biblioteca salió de la casa: hace años, pasó una temporada expuesta en el Museo Nacional de Bellas Artes. “Y eso generó un vacío enorme”, asegura la mujer.
Me dice también que, cuando sus hijos eran chiquitos y vivían en la casa con ella, a veces le decían que escuchaban ruidos raros. La casa ahora está impecable, pero en aquella época necesitaba refacciones: la madera crujía, las bisagras chirriaban, las cañerías rechinaban… Entonces ella les decía que quizá fuera “ese señor Julio Cortázar, que antes vivía acá”. Y eso, en lugar de asustarlos, los tranquilizaba.
También hay ahora una calle con el nombre de Cortázar. Pero no es la calle en la que él vivió, que se sigue llamando Artigas. Cuenta la leyenda que los funcionarios encargados del homenaje se equivocaron: creyeron que el escritor había vivido sobre la calle Espinosa, y por eso fue esta calle —en el tramo que atraviesa el barrio Rawson— la que fue rebautizada.
Hace quince años, cuando se cumplieron noventa del nacimiento del escritor, una muestra itinerante recorrió el mundo para homenajearlo. Se llamó Presencias, un título que aludía al primer libro de poemas de Cortázar, Presencia, editado con el seudónimo de Julio Denis en 1938. Pero me cuenta Nelly Schmalko que la idea surgió en una charla entre ella y Liliana Piñeiro, directora ejecutiva de la muestra, cuando ella le habló de cómo, de algún modo, Cortázar seguía presente en la casa, en los lugares donde vivió, donde estuvo, en quienes lo leemos y lo releemos.
Algo queda de nosotros en las casas donde hemos vivido, si es que hemos sabido vivir. O al menos es lindo pensarlo así. El que avisa no traiciona, dicen, y Cortázar avisó que andaría por ahí, entre el lago de los espejos y el aire de los aparadores, como un fantasma incansable. Pero es un fantasma bueno, sin duda. Un fantasma de esos a los que se les agradece que, cada tanto, vengan y se den una vuelta entre nosotros.
Artículo publicado por Letras Libres.