Por Alejandro Cernuda
Sobre los maestros parisinos del aguafuerte, mientras en Argenteuil, entre las disciplinas olvidadas hoy, algunos pintores desconocidos descubrían grandes verdades del color.
En este fluctuante mundo del arte que tan abierto nos resulta para los debates es llamativo señalar la falta de plausibles referencias que nos oriente hacia una dirección común de valores. De ideales.
Pero después de haber debatido al respecto con pintores, poetas y artistas de toda índole, concluyo que hay un factor mucho más preocupante que éste: las disciplinas olvidadas. Sucede que cuando era estudiante, me impactaron profundamente los grabados decimonónicos que actualmente yacen injustamente olvidados en las hemerotecas.
A falta de fotografías y la eficacísima reproducción seriada en off-set, aquel era el mejor medio para ilustrar los artículos. Ser grabador calcográfico es uno de los oficios más complicados que existen, lo puedo asegurar.
Cuando yo era niño, expertos en la materia, como Dimitri Papageorgiu, me decían que dadas mis cualidades innatas para el dibujo, el Grabado era donde mejor me podía desenvolver para dar rienda suelta a mi desenfrenado mundo interior. Cuando me metí de lleno en aquel oficio pude darme cuenta de dos cosas fundamentales: la primera, que además de creador había que ser estampador, modalidad en la que fui un desastre menos por desidia que por impaciencia, dada la inesperada laboriosidad del proceso; y la segunda, mi dedicación debía ser plena y entregada de modo que tenía que renunciar a todos los demás sueños de artista. Podéis llamarlos delirios, si así lo preferís.
Por tanto, solía sentirme feliz si tenía una plancha preparada y disponible para grafiar en ella pero me desazonaba la idea de lavarla para quitar las grasas potenciales, biselar sus bordes, lijar su superficie debidamente, preparar el barniz, quemar resinas si quería hacer aguafuerte, domeñar el ácido con sus debidas cantidades de agua, sacar la plancha de la cubeta en el momento adecuado, quitar el barniz, entintar, ablandar la tarlatana, mojar el papel, prepararlo, colocarlo en el tórculo y hacer la tirada. Nunca supe hacer dos copias exactamente iguales con la misma cantidad de tinta, a pesar de mis desvelos y encomiables esfuerzos. Por eso digo que como estampador era un desastre.
Por todo esto que cuento, constato aquí mi profunda admiración -que no envidia porque siempre les sentí ajenos, como dioses irreverenciables- hacia los grabadores decimonónicos. No hay más que pedir en las hemerotecas periódicos de la época. Cabe asombrarse por lo preciso de sus dibujos, de las líneas grabadas a buril, hay algunas que hay que observar detenidamente con lupa para recrearse de la increíble maestría de aquellos dibujantes. Pero en la memoria colectiva triunfan los pintores, cuanto más impresionistas y conceptuales mejor. ¿Quién de ellos capaz de repetir las mismas líneas paralelas y con diverso grosor para modelar unas nubes en un cielo primaveral? ¿Tanto olvido hacia unos seres que dibujaban con facilidad increíble manos en cualquier postura que se precie y al parecer lo hacían de memoria? Son los héroes anónimos en el olvido. Sólo son recordados los históricos Piranesi, Doré, Escher por sus atrevimientos, por sus desafíos imposibles que llegaron a rayar la plena desaprobación entre los hombres de sus respectivos tiempos.
Yo tengo un sueño, amigos, en verdad me gustaría despertarme un día en el París de la postguerra franco-prusiana y encontrarme en un húmedo sótano iluminado por candiles, oliendo a trementina y a tinta calcográfica. Preso del regocijo, no me importaría el dolor causado por haberme golpeado con las sólidas barras de los anaqueles donde se guardan las planchas, ni la ebriedad por haber aspirado la acidez de las cubetas en estancias íntimas, ni haberme dado de bruces contra el suelo infestado por huellas de hambrientas ratas por culpa de las patas mal colocadas de algún pesado tórculo. Lo que me importaba era ver bajo aquellas mortecinas luces, a aquellos hombres hirsutos, fumadores, malolientes, dibujar y grafiar sus planchas. Sé que no podré conversar con ellos, son secos, introvertidos, impertinentes incluso, hasta se burlarían de mi macarrónico francés de la peor manera que yo mismo podría soportar. Pero, señores, ¡¡qué dibujantes!! ¿Quién se acuerda de ellos? ¿De sus nombres, de sus difíciles vidas, de la total entrega hacia unos oficios sucios e innobles? ¿Quién valora la precisión de sus punzones, su sabiduría para hacer redes que ni el mejor programa Autocad puede igualar? ¿Y sus líneas tan perfectas y a la vez expresivas? ¿Y su capacidad para hacer real lo más difícil de imaginar de cualquier evento trascendente?
Ni siquiera el principal elogiador de artistas de la época, Charles Baudelaire, se atrevió a acercarse aquellos laberintos en las mugrientas tripas de aquel París vanidoso a la vez que decadente. Que yo sepa. Tal vez esté equivocado y la realidad fuese lo contrario, el poeta podía conocerles bien, pero por estupor, por vergüenza, por seguir el juego a esa sociedad incomprensible y por defender su plato diario, se haya visto obligado a silenciar sus elogios a tan singular gente.
Creo que Theóphile Gautier olvidó detallarme ese dato.
Sólo sé que la vida y la memoria me parecen cada vez más injustas. Al menos no siempre.
Artículo publicado en acernuda.com