La sostenibilidad es hoy por hoy, junto la igualdad de género, un elemento mainstream en cualquier discurso político. Sin embargo, aunque las palabras suenen parecidas, no todas las políticas de sostenibilidad tienen el mismo impacto ni buscan los mismos objetivos. En algunos casos, la sostenibilidad se ve más bien como una tendencia y una oportunidad de negocio, sin aspirar a cambiar el statu quo (capitalismo verde). Por el contrario, desde otros postulados hay quienes defendemos las políticas verdes como una vía para construir una alternativa a nuestro modelo económico y de relaciones que termine con la desigualdad (herramienta transformadora).
¿Qué es o debe ser una ciudad sostenible? El imaginario colectivo y la narrativa de las ciudades verdes nos las representan con paneles solares, carriles bici, sistemas de reciclaje avanzados, huertos urbanos, aire limpio, etc. Es evidente que todos estos elementos son la concreción de cuestiones que están ya en la agenda política y que deben afrontarse con urgencia. Sin embargo, dentro de las ciudades que aspiran a encarnar el concepto de modernidad verde, existen desigualdades intolerables entre barrios; se permiten y alientan procesos en los que la ciudad deja de ser un lugar donde vivir, para convertirse en un medio para que una minoría haga dinero, expulsando a las personas y al pequeño comercio del espacio urbano.
¿Qué sentido tiene una ciudad que fomenta atractivos proyectos verdes como restaurantes de cero emisiones o huertos urbanos si no cuestiona las lógicas económicas que convierten la propia ciudad en mercancía y anteponen los intereses de las empresas a los derechos de las personas? Para quienes entendemos las políticas verdes como herramientas de transformación para una sociedad más justa, igualitaria y democrática, absolutamente ninguno.
En primer lugar, no puede haber sostenibilidad sin equidad, igualdad de oportunidades y garantía de los derechos: el acceso a la vivienda y la energía, la calidad de los servicios públicos, la lucha contra la precariedad y la pobreza, y la accesibilidad a los equipamientos deben ser cuestiones ineludibles de la agenda verde. De la misma manera, la sostenibilidad implica una profundización de los procesos democráticos cuya máxima expresión a nivel local es la participación ciudadana en los procesos de decisión, planificación y gestión del espacio urbano.
De esto se deriva, en segundo lugar, que el enfoque verde debe ser integral a toda la política local, desde la salud pública al desarrollo económico, del urbanismo a la inversión en infraestructuras. Y, sobre todo, hay que asegurarse de que los beneficios de las políticas verdes lleguen a todas las personas y a todas las áreas de la ciudad.
En tercer lugar, las ciudades sostenibles deben contribuir a la transformación del modelo económico, origen de la desigualdad y de la crisis ecológica. La principal vía que tienen los gobiernos locales es fomentar la relocalización de la economía, tanto lo que se refiere a la reindustrialización de los centros urbanos (con artesanía o negocios de reparación, por ejemplo) como al fomento del comercio local y los circuitos cortos de producción, distribución y consumo.
Como último apunte, dejar claro que tampoco habrá ciudades sostenibles sin políticas feministas. Perpetuar la desigualdad de género −la responsabilidad exclusiva en los cuidados, la baja participación política o la falta de oportunidades en la economía local de las mujeres− impide una sostenibilidad real para el conjunto de la población.
La sostenibilidad en nuestras ciudades es una opción política urgente, necesaria e ineludible. Sin embargo, no es un objetivo en sí mismo (ciudades más limpias o más respetuosas con el medio ambiente), sino que su fin último debe ser mejorar la calidad de vida de las personas, asegurar sus derechos, reforzar la democracia y, por supuesto, respetar los límites del planeta.
Con información de Ethic.es