Murió en Nueva Escocia, en el noreste de Canadá, lejos de Nueva York, la ciudad que habitó durante gran parte de sus 94 años y donde se construyó el mito alrededor de su personalidad ermitaña e inconformista. El suizo Robert Frank había emigrado a los Estados Unidos cuando tenía 23 años. Llevaba como toda presentación una carpeta muy prolija con fotos de paisajes, retratos y objetos de su país. Su formación había sido rigurosa.
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Trece años después se haría famoso por su libro Los americanos, una suerte de road movie en 84 imágenes sin epígrafes que constituyeron un descarnado retrato del país que emergía de la última y más devastadora guerra mundial como el campeón de una democracia basada, más que en valores morales, en un sistema de consumo y ambición material sin límites.
La historia de ese libro es bien conocida. Editado en París, la recepción de la crítica de los medios norteamericanos fue devastadora. El establishment no podía tolerar una visión descarnada de los conflictos que atravesaban a la sociedad de aquellos años, y que iba a contramano del optimismo oficial de posguerra. Pero el rechazo no solo era con respecto a los contenidos: el desaliño formal de las fotografías de Frank, que parecía haber olvidado toda perfección técnica en la búsqueda de la fugacidad del momento, irritaba a un público acostumbrado a la planificada pulcritud de las imágenes de las grandes revistas ilustradas de la época.
Él mismo recordaría, durante una entrevista con la nacion, en 2007, que su carrera en los medios gráficos -Fortune, Life, Look y Harper’s Bazaar, por citar algunos- no tuvo mayor trascendencia. Él era intransigente en cuanto al contexto en que se publicaban sus fotos. Y sobre todo quería escribir sus propios epígrafes. Era consciente del enorme valor de la palabra para otorgar sentido a cualquier imagen.
Cuando se hizo famoso, sin previo aviso, abandonó la fotografía profesional para dedicarse al cine documental, donde tampoco haría grandes progresos materiales, circunstancia que, junto a su proverbial malhumor, iba alimentando el mito de artista rebelde.
Con todo, Frank cambió el curso de la fotografía mundial como arte contemporáneo e influenció, así, a varias generaciones de fotógrafos y artistas visuales.
Su amistad con Jack Kerouac y Allen Ginsberg lo introdujo en el fenómeno beatnik a principios de los años 60. Su film Pull My Daisy (codirigido con Alfred Leslie en 1959) fue una vertiginosa improvisación en su loft del Bowery que hoy es uno de los mayores íconos de la cultura beat de la época.
En 1972 fue contratado por los Rolling Stones para realizar un documental sobre la banda durante su tour por Estados Unidos. Frank, como un camarógrafo invisible, registró los excesos, el consumo de drogas y el sexo descontrolado del grupo, lo que valió una disputa judicial que impidió el estreno de la película y que culminó con un extraño arreglo por el cual el film únicamente podía ser exhibido cinco veces al año en los Estados Unidos y en presencia suya.
En 1971, ya divorciado de su primera esposa, la artista Mary Lockspeiser, se casó con la escultora June Leaf, que influyó notablemente en su producción artística. El collage y la intervención directa sobre sus fotos mediante la escritura modificaron el repertorio visual de Frank, que ya se insinuaba autobiográfico y profundamente pesimista.
Su actitud melancólica y huraña se acrecentó cuando la tragedia lo golpeó en dos oportunidades. Los hijos que tuvo con su primera esposa murieron jóvenes. Andrea, la mayor, falleció en un accidente aéreo en Guatemala en 1974, y Pablo, que sufría de una enfermedad mental progresiva, murió en 1994.
El desaliño de sus fotografías iba en paralelo con la falta de cuidado en su aspecto personal y el de los lugares donde vivió. En su legendario departamento en la calle Bleecker número 7 se juntan aún pilas de libros desparramados por el piso, latas de sus películas en diversos rincones, herramientas, cámaras rotas, souvenirs de sus viajes, ropa en desuso y una multitud de objetos acumulados durante más cuarenta años.
Frank siempre se consideró un marginal y fue consecuente con esa idea de sí mismo. En la mencionada entrevista con la nacion, a sus entonces 82 años, reafirmaba sus creencias y escribía, como una premonición, su propio epitafio: “Ya no soy un outsider, pero no quiero tener nada que ver con el establishment. No tengo muchos amigos. Todos los amigos de la beat generation se han ido ya. Y cuando uno se vuelve viejo se da cuenta de que más que ser marginal en realidad uno está solo”.
Con información de La Nación.arg.