Eslabones perdidos del jazz

Puede que todo comenzara con Betty Mabry. Modelo y cantante, se movía por los círculos neoyorquinos del rock y del soul. Fue casualidad que coincidiera con Miles Davis y que entre ambos surgiera una relación abrasadora. En 1968, se convirtió en la segunda esposa legal del trompetista y cambió tanto su música como su look. Por entonces, Davis mantenía su rutina profesional, ante públicos decrecientes.

Reconvertida en Betty Davis, ella le hizo ver que estaba descolocado. El jazz parecía aspirar al suicidio comercial, tras la eclosión del free; Betty le llevó al territorio donde estaba la acción. Primero, renovó su vestuario. Segundo, le sumergió en discos de Hendrix, Otis, Sly, Cream. Poco a poco, Miles se fue electrificando. Hay indicios en Miles in The Sky (1968), pero se hace evidente al año siguiente, con In a Silent Way.

Davis controlaba su evolución con pulso firme; no ocurría lo mismo con su matrimonio, envenenado de celos y violencia. Los temas dedicados a Betty reflejan ese deterioro, del exquisito Mademoiselle Mabry al despectivo Back Seat Betty. Se divorciaron en 1969, sin romper el contacto. Con su apellido de casada, Betty se reinventó como lúbrica vocalista de funk-rock, sin lograr gran impacto. Miles se estableció en la emergente escena del jazz-rock, creando escuela con discos dobles como Bitches Brew y On the Corner. Sin embargo, tampoco logró entrar en el mainstream de la música negra. No formaba parte de la dieta sonora del gueto: su ámbito eran los palacios del rock, el circuito europeo del jazz, Japón.

Entre 1976 y 1980, Miles desapareció de la circulación, perdido entre cocaína, dolorosos achaques y confusión íntima: se transformó en el Príncipe de la Oscuridad, como decía su leyenda. Le salvó una intervención familiar, encabezada por su hermana Dorothy y su futura tercera esposa, la actriz Cicely Tyson. Reapareció en 1981 con una balada que pegó en la radio: Time After Time, de Cindy Lauper.

Todavía no había recuperado su pericia en la trompeta, pero lo disimulaba con una banda que incluía bestias como el guitarrista Mike Stern, el saxofonista Bill Evans y el bajista Marcus Miller.

Aunque hubo algunas recaídas en las drogas, aprovechando ausencias de Cicely, todo funcionaba perfectamente hasta que dio un puñetazo encima de la mesa: abandonó Columbia, su hogar desde 1955. Le molestó algún gesto de tacañería, aunque la disquera le había mantenido durante sus años de inactividad. Y le indignaba el asunto Wynton Marsalis: la nueva estrella de la trompeta también grababa para Columbia y, mientras ascendía a capo del jazz en Nueva York, no ocultaba su antipatía por el Miles eléctrico. También había roto amarras con Teo Macero, su productor en Columbia.

Sin avisar a esa compañía, en 1985 fichó con Warner. Decidió debutar con un disco que le estableciera como figura del funk. El álbum, que nunca se publicó y verá la luz el próximo 6 de septiembre (mes en el que habrá otra operación de rescate en la sección de leyendas del jazz con otra referencia olvidada de John Coltrane), tenía título, Rubberband, y los cómplices adecuados: chavales de Chicago a los que había conocido a través de su sobrino, el baterista Vince Wilburn Jr.

Ya habían trabajado con Miles y sabían de sus peculiaridades: les dejaba solos en el estudio y, al final, él sumaba su trompeta. Aparte de Vince, al proyecto Rubberband se unieron Randy Hall y Attala Zane Giles, músicos y productores de soul contemporáneo. Nada de jazz: Miles quería “el sonido de la calle”. Usaron Ameraycan, estudio del guitarrista Ray Parker Jr., situado en North Hollywood (Los Ángeles). Hasta el ingeniero tenía pedigrí: Reggie Dozier era hermano de Lamont Dozier, gran constructor del Sonido Motown. Soportaban los arrebatos de Miles: insultos, golpes de boxeo, groserías varias. Dozier se quedó aterrado al comprobar que podía tocar fuera de micro; intentaba, luego lo explicaría, explorar los armónicos y asegurarse de que no desafinaba.

Terminaron contentos: Miles añadió su trompeta (y algo de sintetizador) en 11 temas. Faltaba rematar uno e incorporar las voces de Al Jarreau y Chaka Khan cuando cayó el mazazo: Tommy LiPuma, responsable de jazz en Warner, decretó que aquello no se debía publicar. ¿Tan horrible era? No para los oídos de Miles: Rubberband, Carnival Time, Wrinkle y I Love What We Make Together sonaron en muchos conciertos; otras dos piezas fueron recicladas en Doo-Bop, su disco póstumo.

Con la publicación de Rubberband constatamos que no se trataba de un disco radical. Aunque ahora se haya endulzado con las gargantas de Ledisi y Lalah Hathaway, el moderno r&b estaba compensado con música trepidante a lo Miami Vice, algunas baladas y hasta un exotismo smooth jazz (Paradise).

LiPuma prefería que Miles colaborara con Marcus Miller: tocaba prácticamente todos los instrumentos, tenía olfato comercial, sus producciones encajaban en el sonido esterilizado de los ochenta y… era flexible a la hora de los créditos. Funcionó, hay que decirlo, con Tutu (1986) y Amandla (1989). El truco: LiPuma exigía firmar como coproductor, multiplicando su sueldo. Tampoco Miles está exento de culpa: no peleó por Rubberband. Y cometió errores de primerizo: fiándose de David Franklin, abogado que también guiaba la carrera de su esposa actriz, firmó sin advertir que cedía sus derechos editoriales a Warner Chappell. Los adelantos tampoco fueron generosos: recibía casi medio millón de dólares para gastos de producción de cada disco… pero se gastaba mucho más, con lo que empezaba endeudándose con Warner.

Lamentablemente, el sello tampoco ha sido capaz de honrar la memoria de Miles. No ha llegado a materializar The Last Word, la tantas veces anunciada panorámica de sus seis últimos años. Su único lanzamiento comparable con las exhaustivas cajas de Columbia es The Complete Miles Davis at Montreux 1973-1991, una iniciativa de Claude Nobs, fundador del festival suizo. Tampoco ha logrado juntar en un disco las grabaciones confeccionadas por Prince para el trompetista, reinventadas en giras y en un estudio alemán. No esperen grandes revelaciones, pero todavía queda Miles por descubrir.

La actual abundancia de grabaciones recuperadas obedece al ascético modus operandi del jazz, antes de que llegara la llamada fusión. Se buscaba atrapar un momento en la evolución de unos instrumentistas que, generalmente, llegaban muy compenetrados al estudio. Los álbumes, incluyendo descartes y tomas alternativas, se registraban en uno o dos días. Por el contrario, el rock ya necesitaba semanas o incluso meses.

Miles Davis, cierto, era un caso especial. Podía llegar a los estudios de Columbia sin temas o con los mínimos esbozos. Sabía que sus órdenes, sus comentarios crípticos, su mismo carisma, funcionaban como galvanizadores de la sesión. La música fluía orgánicamente y el productor Teo Macero ordenó que los magnetófonos grabaran constantemente; eso explica que un elepé como Jack Johnson en su reedición se haya convertido en una caja con cinco horas de música extra.

John Coltrane no disfrutó de esos lujos. Su ingeniero habitual, Rudy Van Gelder, no gastaba alegremente las caras cintas magnetofónicas. Escrupuloso en todo, esperaba que los músicos aparecieran por su estudio de New Jersey con las lecciones bien aprendidas. Y así enlató y archivó sesiones que solo ahora son publicadas. El pasado año salió Both Directions At Once: The Lost Album, un disco hecho en 1963, cuando el saxofonista dudaba entre la tentación de buscar un éxito tipo My Favorite Things o continuar con unas exploraciones que le llevarían hacía A Love Supreme. El nuevo disco, Blue World, a la venta el 27 de septiembre, plantea menos dudas. Grabado en 1964, con la misma banda —McCoy Tyner, Jimmy Garrison, Elvin Jones— contiene 38 minutos de música hecha para Le chat dans le sac, una película canadiense. Son Naima y otras cuatro composiciones de Coltrane tocadas con aplomo y una grata moderación. Un Coltrane que, bendito sea, no llega a abrumar.

Con información de El País.


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