La distancia puede volverse una cicatriz. De eso quería escribir. Podría haberlo hecho desde mi experiencia lejos de mi gente y de los paisajes que aprendí a apropiarme para entender cómo nos marca la distancia. Pero antes siquiera de acercarme a esta página en blanco, en los borradores previos a la escritura, fui cambiando ligeramente el rumbo, aunque nunca del todo.
Lo que hizo que modificara el abordaje fue encontrarme con el «Elogio de la distancia» de Paul Celan:
En la fuente de tus ojos
viven las redes de los pescadores del mar del extravío.
En la fuente de tus ojos
mantiene el mar su promesa.
Aquí lanzo yo
un corazón que estuvo entre la gente,
mi ropa y el brillo de un juramento:
Más negro en la negrura estoy aún más desnudo.
Soy leal solo cuando soy disidente.
Soy tú cuando soy yo.
En la fuente de tus ojos
voy a la deriva y sueño con un rapto.
Una red atrapó una red:
nos separamos estrechamente abrazados.
En la fuente de tus ojos
un ahorcado estrangula la cuerda.
Este poema me recordó una de las cosas que más me atraen de la corriente terapéutica Gestalt relacional: la noción de ser con el entorno y no separado de él, al interior de una mismidad abstracta. Me recordó la reescritura de la Oración de la Gestalt que hizo Carlos Esteve: «yo soy yo, gracias a ti, tú eres tú, gracias a mí». Al encontrarme con el poema de Celan me di cuenta de que eso quería hacer, un elogio de la distancia.
En la fuente de tus ojos / viven las redes de los pescadores del mar del extravío. / En la fuente de tus ojos / mantiene el mar su promesa. Vive en nuestra mirada, al interior del manto acuífero, debajo de los iris, lo que hemos visto. En la contemplación del mar reside también el deseo de volver a verlo. Cuando estamos frente a nuestra gente querida nos la llevamos en la piel y, cuando dejamos de verla, cicatriza en la distancia, en nuestros ojos reside su imagen que se anida en el recuerdo.
Al hablar de la distancia entre las personas, había pensado en situaciones muy particulares como la geografía o el mar de por medio, pero me doy cuenta de que la distancia es una cotidianidad que nos golpea, a veces, sin que nos demos cuenta. Semanas antes, cuando Julieta y yo salimos de México, una amiga me dijo, con la confianza de quien supone que el internet ha resuelto más problemas de los que ha subrayado, que con las videollamadas y la inmediatez de las redes sociales, conectarse con los seres queridos era una cuestión de tiempo y no una cuestión de distancia.
Pero otro modo para medir la vida es la distancia, porque es una manera lateral de hacer físico el tiempo. Decimos que nuestro trabajo está a 20 minutos como decimos que está a un par de kilómetros. Cuando hablamos de la distancia entre dos ciudades o dos países, nos interesa saber cuántas millas terrestres, aéreas o náuticas separan un lugar de otro, pero, en especial, queremos saber cuánto tiempo debemos invertir para llegar: dos horas de vuelo, doce horas en auto, veinte horas en barco.
Cuando se está físicamente lejos de todo y de todos, la distancia no solo se intuye como tiempo, el tiempo que te lleva salir de dnde estás para llegar hasta donde se quiere estar, sino que multiplica la cercanía con las personas. En nuestra cultura tendemos a decir: “cuenta conmigo”, “cuando quieras”, “si necesitas algo, llámame”, pero la mayor parte del tiempo son solo fórmulas sociales. Cuando se tiene verdadera necesidad del otro, aunque sea solo moral, la distancia puede volverse un abismo infértil o una cicatriz. Son pocos quienes en verdad están ahí cuando nadie más está. Muchas veces son personas que nunca dijeron, literalmente, “cuenta conmigo”, pero que siempre, con la sencillez de su presencia, lo hicieron saber.
Estando lejos de todo, las personas que se vuelven entrañables son por las que no dudarías cruzar el mar solo para verlas de nuevo, invertir el tiempo, hacer que se vuelva fértil todo ese recorrido, toda esa espera. Son las que viven en la propia piel pues ahí han cicatrizado, aunque no las veamos todos los días, son a quienes desearíamos ver siempre. Y vuelvo a Celan: Aquí lanzo yo / un corazón que estuvo entre la gente, / mi ropa y el brillo de un juramento: / Más negro en la negrura estoy aún más desnudo. Porque uno se siente más invisible que nunca, más vulnerable, más desnudo, cuando se encuentra en medio de todos y nadie devuelve una mirada familiar, una mirada de reconocimiento.
Cuando se vive en la misma ciudad de siempre, a veces se vive en la fantasía de que en cualquier momento se podrá ver a la otra persona, que basta dedicar minutos de planeación para que se transformen en horas de convivencia. Pero luego, cuando nos reencontrarmos con los otros, siempre nos asombramos de cómo ha pasado el tiempo, de cómo hemos dejado pasar otro año, otros años, sin vernos. Siempre suponemos que no hemos tenido tiempo, pero si se hiciera un recorrido honesto de todos los tiempos muertos que se dedicaron a nada, las cuentas saldrían en contra.
Si el tiempo se manifiesta de forma física en la distancia, quizá podríamos transformar en kilómetros o millas todo el tiempo que no hemos pasado con otras personas para entender qué tan cerca están. Aunque esto no siempre sería exacto. Hay personas que vemos poco y, sin embargo, resultan esenciales porque son las más cercanas. Hablo entonces de los encuentros deliberados, de los que uno decide por encima de todo, no de aquellos que suceden a pesar de sí mismo —como encontrarnos con un colega del trabajo todos los días, por ejemplo—, esos encuentros se vuelven significativos, nos marcan porque se imprime en cada célula y en cada pensamiento. Cuando suceden están marcados por la presencia de ambos y el deseo que ambos imprimen en ese encuentro, pues no quieren nada más que el encuentro mismo recuerdan que Soy tú cuando soy yo, y viceversa: soy yo cuando soy tú, cuando somos, cuando estamos siendo. Soy leal solo cuando soy disidente; ser leal a sí mismo es también ser disidente, ir contra uno para encontrar al otro porque se sabe que no hay mayor lealtad hacia sí que la que se tiene hacia el otro en el encuentro.
Cuando alguien cercano está físicamente lejos, cuando se va del país o tenemos que irnos y dejar a todos los nuestros, recordamos con el cuerpo cómo la presencia física también tiene un papel fundamental en las relaciones. Con una pareja, por ejemplo, se puede decir de mil modos el amor, pero no puede hacerse. Enviar abrazos o saludos por medio de mensajes, nunca será igual a tocar la mano de un amigo, sentir sus brazos rodeando con fuerza y la temperatura exacta de su cuerpo. Un beso escrito o dicho por teléfono jamás tendrá la humedad de los labios; la mirada misma, aún a través de la videollamada, no tiene el mismo efecto que cuando dos personas se encuentran frente a frente. En la llamada virtual lo que se observa es el dispositivo que reproduce una imagen, no un cuerpo, no la mirada del otro; del mismo modo que cuando nos vemos en el espejo sabemos que no es la imagen que los otros ven sobre nosotros mismos, porque le falta lo que tienen los otros ojos: el brillo de la otra mirada que completa nuestra imagen, que nos hace ser. Por eso cuando nos vemos con una persona entrañable su presencia física reconforta, pues estamos siendo con esa persona del único modo en que podemos ser junto a ella. Por eso la distancia con las personas entrañables se expresa en el deseo de volverlas a ver: En la fuente de tus ojos / voy a la deriva y sueño con un rapto. / Una red atrapó una red: / nos separamos estrechamente abrazados. No estamos más junto a esa persona y aun así la sentimos cerca, estrechamente abrazada a nuestra separación. La red que atrapa otra red es el deseo que se engarza a la voluntad del otro, la que sueña con raptar tiempo al tiempo en la deriva y hacer posible volver a verse.
En la fórmula que expresé antes, en la que podríamos convertir el tiempo que no hemos estado con otra persona en distancia para entender su cercanía, falta una variable: el deseo de estar con esa persona. Pero ¿cómo podría medirse esa falta, cómo medir el deseo de volver a encontrarse? Haría falta quizá, otra conversión. Una operación que pueda transformar el deseo en algo físico, que nos haga dimensionar la falta del otro: lo que estamos dispuestos a hacer y a lo que estamos dispuestos a renunciar para el reencuentro. Por supuesto, no son sumas tangibles, tienen un valor personal, pero también pueden medirse en tiempo. El tiempo que se está dispuesto a invertir para llegar hasta la otra persona, sumado a todo lo que se deja suspendido. Quizá si se tuviera presente, en cada encuentro con los otros, a todo lo que se está renunciando para estar ahí, esas experiencias se volverían más significativas; marcarían nuestra experiencia vital como la impronta que deja el hierro incandescente sobre la piel de los caballos cuando los marcan a fuego.
Cuando la distancia existe entre dos personas que se están queriendo que se están amando, se entiende que son ambas voluntades las que se imprimen en el encuentro, no solo es la cuerda la que estrangula al ahorcado, sino un ahorcado estrangula la cuerda desde la fuente de esos ojos. Cuando dije que la distancia puede volverse un abismo infértil o una cicatriz, a esto me refería: la distancia entre dos personas puede acentuar el deseo de la cercanía y contemplar, con una nitidez inhabitual, qué tan importante, qué tan cercana es esa persona.
Si bien la distancia puede medirse en tiempo, el tiempo debe entenderse como experiencia. Las horas y los siglos son insignificantes sin la piel que los vive. En la distancia, cuando se rompe la ilusión de que podemos encontrar a la otra persona en cualquier momento, cuando se vuelve exponencial la cantidad de recursos que deben invertirse en la experiencia de estar con otros, el tiempo que se vive lejos de los seres entrañables también es diferente porque hay otro modo de entender quiénes están más cerca: quienes abarcan nuestros pensamientos más, recordándonos todo el tiempo, en su ausencia física, que están con nosotros en nuestros recuerdos, pero también en su no estar físico pues se expresan en cómo nos hacen falta.
Cuando era niño y pasaba un fin de semana lejos de casa, al volver, mi madre siempre me preguntaba si la había extrañado. Yo instintivamente contestaba que sí, porque en mi vivencia infantil o adolescente en realidad nunca entendí qué significaba extrañar. Incluso de adulto, cuando llegué a viajar al interior de la república por semanas y sin Julieta, llegué a preguntarme qué se siente extrañar en realidad, cómo saber que se ha extrañado al otro.
En italiano, el modo de decirle al otro que lo has extrañado es señalar su falta en la expresión: mi manchi quiere decir, literalmente, que el otro hace que uno sienta su no presencia, su falta. Es como decir, en español, «me haces falta» o «me faltas», pero adquiere una contundencia inusual cuando es el único modo de decirle al otro que lo echas de menos. Hace poco vimos, en la estación de trenes, un árbol de Navidad en el que habían colgados cientos de deseos para Babbo Natale. Entre estos, había uno que da cuenta de cómo es que esta expresión adquiere toda su contundencia: “Caro Babbo Natale: fai che papà si svegli, ci manca tanto” (Querido Santa Claus: haz que papá se despierte, nos falta tanto). Cuando lo leí me solté a llorar, porque me di cuenta de cómo en una sola frase podía expresarse la falta de otra persona.
Hoy que me faltan tantas personas he entendido qué es extrañar, con todo el cuerpo. Me doy cuenta de que al estar cerca de otros en lo físico, a veces viví anestesiado de su falta, porque siempre me conté que en cualquier momento los volvería a ver, porque el reencuentro se me antojaba casi inevitable. Me doy cuenta de que la distancia física es una cicatriz que llevo cada vez que alguien me pregunta de dónde soy; cada vez que alguien detecta en mi acento la extranjería; cada vez que quiero saber de alguien y la diferencia horaria impide una llamada; cada vez que en una esquina me parece percibir una figura familiar y me hace recordar que no podría ser ella; cada vez que un olor se activa la memoria y con ella las experiencias vividas con mi gente; cada vez que, en una frase, me descubro hablando como alguien más (usando sus palabras); cada vez que escucho algo sobre mi país y me preocupo por mi gente precisamente porque no estoy ahí para ayudar en caso de que fuera necesario.
Pesa la distancia, es cierto. Es una subespecie del dolor. No puedo decir que me duele la distancia, aunque a veces ésta me provoque dolor. La distancia misma es una experiencia que se vive en la carne, pues tiene la capacidad de sajarla. Como con las cicatrices, la distancia está ahí marcando nuestra existencia, solo que a veces no nos damos cuenta.
Extrañar, sentir la falta que los otros nos hacen, darnos cuenta de que es tan cierto que en cualquier momento podemos volver a vernos como su expresión contraria, que en cualquier instante podríamos no volver a vernos, es aceptar la contingencia de la muerte en nuestras relaciones y honrarla al aceptar la falta que nos hace cada persona entrañable cada vez que nos separamos de ella.
Uno de los móviles para venir a Italia, aparte de las facilidades que da contar con la ciudadanía, fue conocer en persona a mis tíos, al hermano de mi padre y a su esposa. Con ellos siempre tuve una relación virtual, vía telefónica. Siempre estuvieron presentes, pero nunca los había extrañado, pues mi relación con ellos era exclusivamente de voz, sin el recuerdo físico, sin saber cómo era besarlos al saludarlos, cómo sonaba su voz en su lengua madre (porque me hablaban en español por deferencia), sin saber cómo era compartir el pan con ellos; era difícil pensar en su ausencia, solo podía sentir mi deseo de conocerlos.
Mi tío falleció hace poco. La noticia la recibí por un mensaje de mi primo. Julieta aún dormía. En ese instante no pude llorar, pero no porque no estuviera triste, sino porque siempre temí recibir esa noticia sin haber tenido la oportunidad de extrañarlo, sin que se hubiese vuelto mi tío y yo su sobrino por nuestras experiencias juntos, y no sólo por el parentesco de la sangre y el cariño a la distancia. En ese momento ganó la satisfacción de habernos vuelto cercanos en la experiencia, en el tiempo, el hecho de tener huellas de su presencia en nuestras vidas, el haberme podido reconocer en su mirada y entender un poco más lo misteriosa que es la propia genealogía, lo mucho que dicen de mí mis raíces.
Supongo que ese es el peso que tiene la distancia, saber que una vez que nos separamos del otro podría ser la última vez que nos veamos, dolernos con su distancia definitiva. La distancia última, contra la que nada podemos hacer, es la muerte, el agotamiento radical del tiempo. Y también nos marca, porque no tenemos forma de medir esa distancia salvo equiparando todo el tiempo que no pasaremos más cerca de la otra persona.
Las separaciones como la muerte, el tiempo y la distancia, son inevitables. Forman parte de nuestro ser en el mundo. Estas experiencias nos marcan de forma constante. Dar cuenta de esa cicatriz es un modo de honrar nuestra experiencia con el otro. Son modos de recordar cómo nos hacen falta los otros porque estando con ellos somos de una manera que no podríamos ser cuando no están. Cuando mueren no sólo nos duele su ausencia, sino la parte propia que se muere en su cesar de existir.
Artículo publicado en Tierra Adentro.