Con arena y sangre en la boca

Con arena y sangre en la boca

Paraíso Infernal

Entrega 2

Con arena y sangre en la boca

Por Eduardo De Luna

—¡No, no, les juro que no sé nada de eso! —gritaba Jorge Rosello mientras intentaba que las lágrimas le aclararan los ojos llenos de arena que impactó su cara al paso de las cuatrimotos por encima de su humanidad enterrada verticalmente hasta el cuello en la playa de Xpuha.

—Es que yo no conozco a esa morra, de verdad —seguía lamentándose ante la mirada del jefe de la banda que le había secuestrado en la avenida 10.

3 horas antes…

La noche cálida del Caribe transcurría sin novedad en el Beach club. Música electrónica sonaba desde los parlantes que potenciaban las señales de una máquina controlada por una mujer. DJs les llaman, y tienen dispuesto un montaje con luces y computadoras para emular un espectáculo en vivo. Frente a ella, una multitud en medio círculo bailaba, algunos con movimientos lentos y otros más lentos aún, dependiendo de las sustancias ingeridas previamente.

Jorge, un joven de 22 años, llegaba al beach club nocturno ataviado para la ocasión: lentes semioscuros Carrera, bermuda caqui y camisa Zara blanca abierta hasta medio pecho, reloj imitación Cartier, cabello corto alisado, dando la impresión de un mexicano blanco privilegiado, a pesar de vivir en un cuarto de renta de la colonia Colosio.

—Parece que hoy se pondrá bien esto —pensó, mientras descendía por la calle empinada que conducía a la playa.

—Son 400 pesos de entrada, si quiere pase completo, 900 más propina —le indicó la persona en la entrada.

—Toma, toma —masculló Jorge al momento de darle dos billetes de 500 pesos y recibir la pulsera verde en la mano y un papelito en la boca.

No tardó más de dos minutos en analizar a toda la audiencia. Su objetivo era colocar 30 dosis de una variedad de meta que habían dejado en su casa unos “amigos”. No había mucha variedad: algunos canadienses, varios nacionales tipo Monterrey. Su preocupación no era tanto vender lo que llevaba, sino evitar problemas con la residencia, los que trabajaban ese punto.

En la segunda ronda de tequilas, el psicotrópico comenzó a hacer efecto. La luz cambió de color. Las bocinas dejaron de emitir sonido y empezaron a hablarle. Una voz aguda y repetitiva le decía que lo hiciera.

“¡Entrégaselas, Jorge! ¡Hazlo ya, ya, ya!”, gritaba desde algún rincón de su conciencia, amplificada por la cadencia maquinal de la DJ.

Y él obedeció.

Se puso a repartir las dosis como dulces en un kínder. A cada rubia, a cada torso marcado, a cada mirada perdida.

“Esto es lo mejor, primo. Te va a abrir la mente como una pinza hidráulica”, repetía, sin saber que ya no era Jorge, sino un holograma, un eco, una víctima.

Todo lo siguiente fue una secuencia de flashes:
Calles de la ciudad.
Un crickoso que hablaba con los muertos.
Blackout.
Un golpe seco.
Desvanecimiento.

La cabeza le rebotó contra el chasis de una Suburban negra. Tres hombres lo arrastraban como costal de carne.
Carretera. Luces blancas. Aire salado y humedad en los poros.
Y luego, la oscuridad punzante.
La boca llena de arena. Y sangre.

El zumbido de una cuatrimoto pasando a diez centímetros de su oreja. Su cuerpo enterrado hasta el cuello en una duna de Xpuha.
Las tripas le traicionaron. Se cagó encima. Vomitó bilis y miedo.

—¡¿Dónde está ella, cabrón?!
La voz del interrogador le sonó como si viniera desde un acantilado.

El líder era un cerdo con rostro humano. Nariz ancha, achatada, casi cóncava. Mandíbula de hueso roto y brazos de luchador retirado. Como un guardia gamorriano fuera del set.

Le mostraban una y otra vez la misma foto:
Joven. Pelirroja. Delgada. Tetas grandes. Estatura corta.
Vestido amarillo que se perdía con el color de su piel, pálida como la nieve que nunca había visto. Un rostro quemado en la retina de la memoria, pero sin nombre.

—¡Estuviste con ella en el club! ¡Aquí estás, pendejo!

Y sí. Era él en la foto. Camisa abierta, sonrisa idiota. Ella en su regazo. Pero su mente era un cuarto oscuro con la bombilla rota.

—¡No mames!, ¡No me acuerdo! ¡Lo juro! —gritaba.
—¡Queremos saber dónde está, chamaco pendejo! —dijo el líder, masticando cada palabra como si fueran piedras.

Lo siguiente fue un golpe con la culata de un rifle. Luego silencio.

Jorge abrió los ojos en la oscuridad. No sabía si estaba vivo o si seguía dentro del viaje.

El sonido del mar era un susurro cruel. Sentía la lengua como una toalla mojada, los labios partidos. Sangre seca y mucosa. Intentó gritar, pero solo salió un gemido ronco, cavernoso. La arena le raspaba las encías. Pensó en su madre. En la última vez que la vio, hace dos años, cuando le robó un perfume para empeñarlo.

Pensó en ella, en esa pelirroja sin nombre que ahora era dueña de su destino.

A su alrededor, los hombres iban y venían. Botas sobre la duna, sombra tras sombra. Uno traía un radio viejo. Sonaba una conversación cifrada, voces distorsionadas.

Otro fumaba en silencio, escupía cerca de su cara, como marcando territorio.

—Este ya se fue.
—Déjalo, que respire. Que piense.
—¿Y si no sabe?
—Todos saben algo. Hasta los muertos.

Una mano le jaló el cabello hacia atrás. Jorge gimió.
El jefe volvió. Se agachó junto a él.
Le acercó el celular de nuevo.
Ahora no era solo una foto. Era un video.

—”Hola, Jorge… ¿te acuerdas de mí? ¿Me dijiste que te gustaba mi vestido amarillo, verdad?”

Él chilló. No por dolor, sino por miedo absoluto.
El video era nuevo. El fondo, idéntico al Beach Club.
Pero… no lo recordaba.

—No es posible. —balbuceó— Esa madre es deepfake. ¡¡Yo no estuve con ella!!
—¿Deep qué? —rió uno.
—Pinche loco ya está hablando en inglés.

Lo golpearon otra vez. Un puntapié seco en las costillas. Escuchó el crack. Sintió cómo algo adentro se rompía.

Lloró. Se meó encima.

El olor a orina se mezcló con el del diésel del generador que zumbaba a unos metros.

El líder se levantó, caminó hasta la orilla. Encendió un cigarro. Miró al horizonte.
—¿Sabes cuántos como tú llegan aquí cada semana?
Jorge no respondió.
—Dieciocho, en promedio. Nacionales. Mochileros. Influencers de papel. Camellos de medio pelo. Todos con sueños. Todos con algo que perder.
Le dio una calada al cigarro.
—Pero tú tuviste la mala suerte de tocar lo que no debías. Y esa mala suerte, Rosello… se paga con cuerpo.

En la lejanía, una cuatrimoto se acercó.
Montada por una mujer de casco rosa.
La luz la iluminó por un segundo. Jorge creyó ver su cara.
La pelirroja.
O su fantasma.

Desmayó por última vez.
Quedó en paz.
Pero solo por minutos.

Reporte Médico Legal – Dra. Arlette Góngora Vázquez Caso 0453/25 – Playa del Carmen, Q. Roo

Masculino no identificado, entre 20 y 25 años.

Causa de muerte: hemorragia interna por ruptura de hígado.

Signos de tortura:

  • Fractura en maxilar izquierdo.
  • Tres costillas rotas, dos de ellas con penetración pleural.
  • Hematomas periorbitales (ambos ojos).
  • Lesiones rectales compatibles con agresión post-mortem.
  • Laceraciones plantares por quemadura.
  • Arena en pulmones: indicios de respiración forzada tras entierro parcial.

Cadáver localizado a un costado del centro comercial Centro Maya, envuelto en una lona de construcción con una nota escrita en marcador rojo:

“Los que no se acuerdan, que no se metan.”

En el Caribe la muerte no tiene glamour. Tiene calor, hedor y nombres inventados.
Jorge Rosello murió por pendejo, pero también por inocente.
La chica pelirroja nunca existió. Fue puesta en las fotos con IA.


Era una trampa.
Un anzuelo.
Una lotería.

Y como dice el viejo dicho:

“Para no acabar en la vía, hay que tener gramática parda y saber que las faldas son una ruleta rusa sin tambor.”

Este texto es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares, organizaciones, eventos y situaciones descritos son producto de la imaginación del autor. Cualquier semejanza con personas reales, vivas, fallecidas o con hechos reales, es pura coincidencia.

TE PUEDE INTERESAR: Una caja, un asesinato https://www.deluna.com.mx/paraiso-infernal/una-caja-un-asesinato/

¡SÍGUENOS EN REDES!

Arlette Góngora VázquezFicciónHard-Boilednovela negrarelato corto