Contrastando con las apocalípticas y múltiples formas de alcanzar el fin del mundo “antes de tiempo”, tan frecuentes en los medios de comunicación, existe aún la posibilidad de que nada extraordinario llegue a suceder.
Pero en este caso, no obstante, la vida de la Tierra tampoco va a ser eterna, y su destino está marcado de forma indeleble por los mecanismos físicos que rigen la evolución del Sol y su envejecimiento.
Como toda estrella de pequeño o mediano tamaño, el Sol tiene una esperanza de vida larga, pero esta, finalmente, acabará. Para entenderlo, deberemos comprender mejor qué es una estrella y cómo evoluciona.
Los cuerpos estelares no son ningún milagro de la naturaleza, sino simplemente una consecuencia de las fuerzas que juegan en el Universo. Tras el Big Bang, o la explosión que dio lugar a este último, se crearon grandes cantidades de gas, principalmente hidrógeno y helio, que son los átomos más sencillos de la tabla periódica. De una forma u otra, la gravedad, la fuerza que hace que los cuerpos y, en general, la materia, se atraiga, ocasionó la lenta formación por contracción de nubes más y más densas, las cuales empezaron a experimentar temperaturas y presiones cada vez más elevadas en su centro.
Con el paso del tiempo, las nubes de gas alcanzaron el umbral de densidad necesario para que en su núcleo las temperaturas y presiones fuesen capaces de iniciar la fusión termonuclear de los átomos de hidrógeno. En ese momento las futuras estrellas empezaron a irradiar luz hacia el exterior, como subproducto de las reacciones ocurridas dentro de ellas. A partir de aquí, el hidrógeno se convierte en helio, y la estrella mantiene su “horno” en marcha mientras quede hidrógeno que fusionar. La nueva estrella mantendrá su forma esférica y su ritmo de trabajo debido a que las presiones internas en dirección al exterior se compensan con la fuerza de gravedad que tiende a comprimirla. De este modo, una estrella puede funcionar durante miles de millones de años. Cuanta mayor masa posea desde un principio, más corta será su vida, puesto que la cantidad de hidrógeno consumido será mayor y más rápido será el proceso. Su gran luminosidad se verá compensada por su corta vida. En cambio, una estrella pequeña será poco luminosa pero durará mucho tiempo, casi tanto como la duración del Universo.
El Sol es una estrella de tamaño más bien pequeño o mediano. En la actualidad ha consumido casi la mitad de su hidrógeno, pero aún posee mucho como para seguir con la estable actividad actual durante varios miles de millones de años más. Será cuando se agote el hidrógeno que algo importante cambiará.
Sin casi hidrógeno y con el núcleo compuesto básicamente por helio (el subproducto de la fusión del hidrógeno), el Sol empezará a producir menos energía debido al inferior número de reacciones termonucleares (se necesita mayor temperatura para fusionar helio). Ello implicará también un descenso de la presión interna, momento en que la gravedad intentará imponerse. La estrella se contraerá hasta encontrar el equilibrio perdido. Pero entonces, las temperaturas serán más altas que antes y el hidrógeno que quedaba se quemará más rápido, haciendo que el Sol emita más energía que anteriormente y crezca. En efecto, su volumen habrá empezado a aumentar, convirtiéndose en una subgigante que intenta en todo momento mantener el equilibrio y la tensión entre gravedad y presión interna. El hidrógeno quemado será el de la zona exterior al núcleo solar, y la envoltura del Sol responderá expandiéndose notablemente.
Con el Sol en esta fase, la cantidad de energía solar que alcanzará la Tierra será muy superior a la actual. Pero los problemas habrán empezado mucho antes, dentro de apenas 600 millones de años. Por un lado, la atmósfera terrestre se encontrará con temperaturas mucho más elevadas (con lo que ello conllevará desde el punto de vista climático), y por otro aumentará la eficacia del proceso geológico que retira CO2 de la atmósfera y lo almacena en las rocas. Si la concentración de este baja de cierto nivel en la capa de aire que nos rodea, los organismos que utilizan la fotosíntesis como motor biológico empezarán a tener problemas hasta que su vida sea imposible, incapaces de fijar suficiente carbono para su uso.
El lento proceso que protagonizará esta situación (cientos de millones de años) sin duda ejercerá una fuerte presión evolutiva. Ciertas plantas y ciertos animales que dependan de ello, desaparecerán, mientras que otros, mejor adaptados, pervivirán. Pero si las plantas no consiguen realizar la fotosíntesis con la eficacia actual, los niveles de oxígeno también bajarán, y con ellos los del ozono, una sustancia capital para proteger la superficie de los dañinos rayos ultravioleta solares. Se iniciará una penosa época de extinción masiva de animales, hasta que nada vivo pueda sobrevivir en la superficie.
También es posible que, hasta entonces, y con el incremento de temperaturas, las especies resistentes intenten sobrevivir emigrando hacia lugares más fríos, cercanos a los polos, pero también ellos acabarán por desaparecer. El único reducto viable serán quizá los océanos, convertida la superficie continental en un desierto de carácter global (bastará un aumento del 10 por ciento en la luminosidad solar para que las temperaturas medias alcancen los 47 grados Celsius). Por último, los habitantes de los mares desaparecerán también, cuando estos empiecen a secarse. En un plazo de 1.300 millones de años, la Tierra podría estar libre de vida compleja, ocupada sólo por pequeños organismos unicelulares.
En ese punto, parte del agua quedará alojada bajo el subsuelo marino, otra parte permanecerá en la superficie, y el resto pasará a la atmósfera en forma de vapor de agua, donde iniciará un efecto invernadero imparable. Dicho efecto incrementará aún más las temperaturas, independientemente del Sol, y evaporará por completo los océanos. Parte del vapor de agua, además, se verá afectado por la radiación solar. Sus moléculas se disociarán y el hidrógeno escapará al espacio, resultando en una pérdida neta de agua en la Tierra.
Los modelos indican la ausencia total de agua líquida en un plazo de 1.100 millones de años, y una situación similar a la existente hoy en día en Venus. Culminado el proceso, podría surgir algo de agua del subsuelo, permitiendo la vida de los últimos microorganismos especializados. Estos seguirán activos en zonas protegidas y mientras haya agua líquida en alguna parte.
La dura situación para la vida continuará algún tiempo, hasta que la influencia del Sol vuelva a dejarse sentir. Las temperaturas subirán tanto, con la luminosidad solar alcanzando cifras del 40 por ciento superiores a las actuales, que serán capaces de fundir la roca de la superficie terrestre y liberar el CO2 enterrado en ellas. Pero eso será solo el principio.
El Sol habrá continuado su evolución física. Dentro de 4.800 millones de años, nuestra estrella estará brillando un 67 por ciento más que ahora. Poco después, esta cifra aumentará hasta el 121 por ciento. También perderá mucha más masa a través del viento solar, provocando una reacción en cadena en las órbitas de los planetas que giran a su alrededor.
La Tierra, por ejemplo, quedará desplazada a una distancia de unos 225 millones de kilómetros (ahora se halla a unos 150 millones). Eso quizá la “salvará” temporalmente, puesto que el Sol, entrando en la fase de supergigante roja (cuando empezará a quemar el helio de su núcleo), aumentará su tamaño de forma radical, hasta los 180 millones de kilómetros de radio, y su atmósfera superará las órbitas de Mercurio y Venus, que serán tragados por ella. Eso ocurrirá dentro de unos 7.500 millones de años.
Poco después, también la Tierra alcanzará su final. Tan cerca del Sol, el fenómeno de las mareas gravitatorias afectará a su órbita, que se reducirá. Las mismas mareas perturbarán a la Luna, cuya órbita se acercará a menos de 20.000 kilómetros de la Tierra, momento en que será destruida y desmenuzada, cayendo sus restos sobre el planeta. En este momento, algunos científicos opinan que la infernal Tierra acabará siendo devorada por la atmósfera solar, pero otros piensan que podría aún aguantar en su precaria órbita. De todas maneras, antes de eso, el planeta habrá perdido su carcasa exterior y su atmósfera de forma rápida, como una manzana expuesta a un soplete. Su superficie será solo un magma líquido a más de 1.100 grados Celsius de temperatura.
La fase final de la historia solar
El helio del núcleo solar no durará eternamente en la fase de supergigante roja. Todo el helio será convertido en carbono, hasta que, una vez agotado, la presión interna vuelva a bajar y la estrella se contraiga de nuevo. Tratará de hacerlo hasta que la presión y las temperaturas alcancen un nivel lo bastante alto como para fusionar el carbono, pero el Sol no tendrá bastante masa para lograrlo. En su última fase activa, la estrella pulsará y expulsará sus capas exteriores, formando lo que llamamos nebulosa planetaria, de las cuales hay bellos ejemplos en la Galaxia. Lo único que no se perderá en el espacio será su núcleo desnudo, que pasará a ser considerado una enana blanca.
Sin capacidad de fusionar más materiales, el viejo Sol deberá conformarse con enfriarse poco a poco, un proceso que durará muchos miles de millones de años, quizá más que el tiempo que le resta al propio Universo. Aún tendrá un cierto brillo, hasta que su masa esté tan fría que no pueda emitir luz, convirtiéndose en una enana negra e invisible.
Por supuesto, el carbón en forma de la Tierra, si resistió y no fue devorado, permanecerá girando a su alrededor, como el resto de planetas exteriores, una triste imagen de un pasado mucho más glorioso. Su trayectoria, no obstante, no será eterna, puesto que el planeta acabará chocando contra el Sol, cuando su órbita vaya reduciéndose debido al fenómeno de la emisión de radiación gravitatoria, que se desarrolla a lo largo de períodos de tiempo inimaginablemente largos.
Sin embargo, los astrónomos proponen que nuestro mundo aún podría sufrir algún otro sobresalto antes de que pase eso. Cuando el tiempo no se mide en miles de millones sino en billones de años, todo puede pasar. Girando alrededor de la Vía Láctea, el Sol, en continuo movimiento, podría experimentar encuentros inesperados con otras estrellas, e incluso agujeros negros.
En determinadas circunstancias, una fuerte perturbación gravitatoria de esta naturaleza podría arrancar a la Tierra de su órbita y arrastrarla lejos del Sol. Podría caer en las manos de la otra estrella, siendo adoptado por ella, o más probable, ser despedido hacia el espacio, perdiendo todo contacto con el apagado cadáver solar. La Tierra, por fin, se habría convertido en uno de los millones de planetas errantes que existen en la Vía Láctea, y que no pertenecen a ningún sistema solar en particular, los cuales evolucionan en su propio camino alrededor de la Galaxia, inmersos en una oscuridad perpetua.
Es evidente pues que aún queda mucho tiempo para que se produzca la muerte del Sol, pero también que no será necesario aproximarnos a ella para que las condiciones en la Tierra empeoren de forma radical, impidiendo nuestra presencia en el planeta. Por fortuna, nos quedará la posibilidad de huir en busca de otro, en un sistema solar algo más hospitalario y joven.
Con información de NCYT Amazings