En este municipio se halló una cueva con herramienta lítica de tradición tecnológica desconocida, la cual ha sido estudiada a la par de fragmentos de hueso animal, restos de plantas y ADN ambiental contenido en sedimento recolectado en el sitio; los resultados de los análisis de laboratorio sugieren que fue ocupada por personas hace aproximadamente entre 30,000 y 13,000 años. La llaman Cueva del Chiquihuite.
Los nuevos descubrimientos aportan pruebas contundentes a la postura de que el poblamiento de América del Norte fue más antiguo de lo que se suponía hace apenas dos décadas, y se suman a otros descubrimientos relevantes en las Tierras Altas de Chiapas, México central y cuevas inundadas de la costa caribeña, correspondientes al final de la época del Pleistoceno y al Holoceno Temprano.
Además de proporcionar evidencias confiables de la antigüedad de la presencia humana en la región noroeste de México, las evidencias materiales indican la diversidad cultural de los primeros grupos que se dispersaron por el continente.
Así lo da a conocer una investigación multidisciplinaria e interinstitucional publicada este miércoles en la revista científica Nature, en la cual los científicos, encabezados por el doctor Ciprian Ardelean, arqueólogo de la Universidad Autónoma de Zacatecas, sugieren que América del Norte estaba poco poblada, posiblemente, antes del Último Máximo Glacial (LGM, por sus siglas en inglés), que ocurrió entre hace 18,000 a 27,000 años; es decir que existieron grupos humanos anteriores a los Clovis, por mucho tiempo considerados los primeros pobladores de América, con 13,500 años de antigüedad.
El autor principal del artículo es Ciprian Ardelean y entre los coautores participan tres investigadores del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), organismo desconcentrado de la Secretaría de Cultura del Gobierno de México, quienes llevan a cabo los estudios en materia paleontológica del proyecto: Joaquín Arroyo Cabrales, codirector del Proyecto Paleontológico en Santa Lucía; Alejandro López Jiménez, también paleontólogo en Santa Lucía, e Irán Rivera González, investigadora de la Escuela Nacional de Antropología e Historia.
En el artículo, los científicos describen rigurosos métodos de estudio en laboratorios de Dinamarca, Oxford (RU) y México (UNAM, SLAA-INAH, ENAH), aplicados en muestras microscópicas de hueso, carbón y sedimentos en los que se conservaron polen y fitolitos, así como elementos químicos propios de la acción humana, los cuales llevaron a la obtención de datos cronológicos certeros, a partir de más de 50 fechas: 46 por radiocarbono y 6 por Luminiscencia Ópticamente Estimulada (OSL); así como datos genéticos, paleoambientales y químicos que documentan entornos cambiantes donde habitaron hombres y mujeres desde hace 30,000 a 13,000 años.
Asimismo, describen avances en el estudio de la lítica recuperada en la cueva, la cual suma alrededor de mil 900 artefactos de piedra. Explican que se trata de una tradición cultural de trabajo de piedra desconocida, que perduró durante los casi 18,000 años de ocupación del sitio.
En entrevista, el arqueólogo Ciprian Ardelean detalla que el hecho de tratarse de lítica desconocida no significa algo extraordinario, pues la talla de piedra en los grupos cazadores-recolectores del Pleistoceno es distinta, lo relevante es que los datos indican una diversidad cultural amplia de la gente que llegó a poblar Norteamérica. La propuesta del investigador advierte que cada grupo seguía sus rutas y enfrentaba el entorno con respuestas particulares y desarrollaba sus estilos propios.
Ardelean llegó a este sitio después de un año de recorrer a pie y de manera sistemática kilómetros de sierra, en la región de Concepción del Oro, en busca de evidencias humanas antiguas, guiándose por la interpretación de la forma del terreno y con la orientación de lugareños. En 2010, alcanzó la Cueva del Chiquihuite, ubicada a 2,740 metros sobre el nivel medio del mar y, aproximadamente, 1,000 metros sobre el suelo del valle.
Los primeros vestigios los halló en 2012, a través de un pozo de sondeo que le indicó el potencial arqueológico, y en 2016 comenzó la primera temporada de campo, derivada de un proyecto de investigación avalado por el Consejo de Arqueología del INAH; a la fecha lleva cuatro temporadas de campo. Desde las primeras capas halló artefactos de piedra de factura extraña que al principio le costó trabajo entender: lascas transversales, es decir, más anchas que largas.
Volver a caminar sobre el Pleistoceno
La cueva es de paredes grisáceas, tiene dos cámaras interconectadas, cada una de más de 50 metros de ancho, 15 metros de alto y un suelo inclinado repleto de estalagmitas. Estas puntas carbonatadas son las centinelas del pasado: “Debajo de los espeleotemas uno pisa el Pleistoceno”, dice con emoción Ciprian Ardelean. Las herramientas más antiguas se alcanzaron a los tres metros de profundidad, pero en todas las capas se encontraron artefactos.
Al momento se tienen clasificados núcleos, lascas, cuchillas, restos de lascas modificadas o usadas, rascadores, puntas, azuelas y elementos puntiagudos formados por fractura de los bordes de la piedra caliza y láminas de calcita. Resultados de análisis petrográficos sugieren que no pertenecen a la roca que conforma las paredes y el techo de la cueva. El 90 por ciento de las herramientas son de piedra caliza recristalizada, de colores verde y negruzco, disponible en las proximidades del sitio, en forma de pequeños nódulos sueltos, erosionados de fuentes geológicas aún no identificadas.
La selectividad de material observada en la fabricación de herramientas refleja un conocimiento de los valores de la piedra disponible, y la toma consciente de decisiones, de acuerdo a ese valor, destaca el artículo científico.
Al interior de la cueva, la temperatura se mantiene en 12 grados, no importa si afuera es invierno o primavera; el arqueólogo Ardelean supone que sirvió de refugio obligado durante el invierno, donde cazadores-recolectores se protegían de las bajas temperaturas registradas antes del Último Máximo Glacial.
El área de excavación se ubicó 50 metros hacia adentro de la entrada principal de la cueva, la cual quedó sellada a consecuencia de un derrumbe a finales del Pleistoceno. Los arqueólogos ingresaron por una entrada secundaria, haciendo maniobras de excavación de alto riesgo, siguiendo un desarrollo muy lento para evitar un deslave.
Las condiciones de la cueva, su temperatura regular y el hecho de quedar sellada por el derrumbe contribuyeron a que en su interior se conservara material orgánico en perfectas condiciones, lo que hizo posible recuperar ADN ambiental, que Ardelean define: “Moléculas de ADN disueltas en la tierra procedentes de polen, orina, cabellos, células muertas”; explica que cualquier componente de un ser vivo queda disperso en el ambiente y cae al suelo, pegándose a las arcillas, las cuales se recuperan para ser analizadas.
A través de estudios de laboratorio se identificaron especies de plantas presentes en cada época; para el LGM, los resultados describen una zona boscosa que el arqueólogo compara con paisajes canadienses: bosques, grandes lagos e inviernos crudos. Pasado el LGM ocurre un cambio muy claro en el que dominan las agaváceas.
Asimismo, se identificaron fitolitos de una especie de palma, algunos quemados, que pudieron corresponder a algún artefacto o alimento llevado ahí por personas; en todos los estratos se halló carbón vegetal, posiblemente, resultado de una combinación de incendios forestales y de chimeneas de origen humano.
Entre la fauna se identificó ADN de murciélago presente en todas las capas, así como de roedores, marmota, cabra, oveja, y baja proporción de aves: gorrión y halcón; en tanto, de fragmentos de hueso se extrajo microfauna, y en los estratos del periodo LGM se recuperaron restos óseos que corresponden a géneros más grandes: oso negro, cóndor y nutria.
El paleontólogo Joaquín Arroyo destaca que uno de los pocos huesos fechados fue un báculo de oso que se halló completo, el cual dio gran expectativa al sitio arrojando alrededor de 27,500 años; destaca que hay muy pocos huesos grandes y están bastante fragmentados.
El especialista llevó a cabo la identificación de los restos óseos y brindó apoyo institucional para la investigación, por parte del INAH; asimismo, realizó la comparación de los resultados de estudios de ADN ambiental. El científico advierte que la participación en estudios interinstitucionales y multidisciplinarios forma parte de las labores del Laboratorio de Arqueozoología del INAH, del cual es jefe, lo que permite que el Instituto esté involucrado en estudios internacionales, en este caso, de gran impacto para las investigaciones de prehistoria.
El trabajo forma parte del Proyecto Arqueológico de los Cazadores del Pleistoceno del Altiplano Norte, de la Universidad Autónoma de Zacatecas, financiado en parte por el Conacyt, que al momento ha identificado más de 30 sitios de cazadores-recolectores dentro de la cuenca endorreica de Concepción del Oro, ya registrados ante el INAH.
Con información de Secretaría de Cultura.