En 1937, John Maynard Keynes dio una conferencia sobre “Algunas consecuencias económicas del declive de la población”. Muchos en ese momento sentían que el mundo estaba superpoblado y que menos personas podían representar algo bueno, algo que el mismo Keynes compartía. Pero el propósito de su conferencia fue emitir una advertencia: la disminución de las poblaciones acarrean desagradables efectos económicos secundarios.
Resultó que Keynes se había preocupado con un par de generaciones de antelación. Los nacimientos aumentaron durante el ‘baby boom’, o explosión de la natalidad, de la posguerra. Actualmente, sin embargo, su advertencia se lee como una profecía. La población ya está bajando en países como Japón, y un futuro decrecimiento global es más creíble que nunca. Al igual que en la década de 1930, muchos dan la bienvenida a esta perspectiva -en gran parte por razones ambientales-, pero la desventaja económica puede ser más severa de lo que Keynes anticipó.
Las futuras poblaciones reflejarán una caída verdaderamente notable en la fertilidad global. En los países ricos, las tasas de fertilidad se han mantenido por debajo de los niveles de reemplazo de 2.1 hijos por mujer durante décadas, pero actualmente están por debajo de ese umbral en los países de ingresos medios, desde Irán hasta Tailandia y Brasil. En Corea del Sur, la tasa de fertilidad bajó a solo 0.98 el año pasado, e incluso en EU alcanzó un mínimo histórico de 1.73 nacimientos.
Dado el deseo de los padres de invertir en cada hijo, es improbable que ocurra un aumento de la tasa de fertilidad en los países ricos. Según el más reciente informe ‘Perspectivas de la población mundial’ de las Naciones Unidas (ONU), 27 países tienen menos personas en la actualidad que en 2010, y se anticipa que 55 naciones, incluyendo a China, experimentarán decrecimientos entre la actualidad y el año 2050. En el siglo XXI, la baja de las poblaciones se volverá normal.
Algunas de las consecuencias económicas son obvias: menos personas producen menos cosas, por lo cual una población decreciente significa un crecimiento económico más lento y también consumen menos cosas. Por eso, lo que importa para el nivel de vida es la producción por persona, y la pregunta crucial es si la menor población puede afectarla. Existen al menos razones teóricas para pensar que la respuesta es que sí.
La principal preocupación de Keynes era la débil demanda de inversión en un mundo donde las empresas esperan una población de clientes a la baja. Eso, él temía, conduciría a una menor demanda y, por lo tanto, a más desempleo. La demografía estaba estrechamente vinculada a la teoría original de Alvin Hansen, en 1930, del “estancamiento secular” -una situación de bajo crecimiento y de bajas tasas de interés arraigados- que ha sido revivida durante los últimos años.
La solución que Keynes propuso fue sorprendentemente similar a los debates modernos: “Yo sostengo que, con una población estacionaria, seremos absolutamente dependientes, para el mantenimiento de la prosperidad y de la paz civil, en las políticas de aumento del consumo mediante una distribución más equitativa de los ingresos y mediante forzar la reducción de la tasa de interés”. Esto último ciertamente ha sucedido.
Para Keynes, el riesgo de una población en disminución era el desempleo; él no veía ninguna razón por la cual debería afectar el nivel de vida o el avance de las nuevas tecnologías. La economía moderna, la cual trata de explicar el ritmo del descubrimiento científico, es menos optimista.
En un nuevo artículo, provocativamente titulado ‘¿El fin del crecimiento económico?’, Charles Jones, un profesor de economía de la Universidad de Stanford, modela lo que pudiera suceder en un mundo de población decreciente. En lugar de que el crecimiento per cápita siga avanzando, incluso a medida que disminuye la producción en general, Jones ha argumentado que los niveles de vida se estancarían conforme la población gradualmente desaparece.
Él ha supuesto que el crecimiento económico proviene de nuevas ideas, y que el descubrimiento de ellas depende de la cantidad de personas que las estén investigando. Si la población comenzara a disminuir a nivel mundial, eso significaría cada vez menos personas dedicadas a la investigación y, por lo tanto, un progreso más lento, en un momento en que las nuevas tecnologías ya parecen haberse vuelto más difíciles de encontrar.
El análisis de Jones sugiere que la disminución de la población pudiera causar un crecimiento más lento en los niveles de vida. Pero existe una posibilidad aún más alarmante: un círculo vicioso en el que la tasa de fertilidad en una generación causa una baja tasa de fertilidad en la siguiente, lo cual conduce a una espiral descendente en la población. Ese es el escenario que el demógrafo Wolfgang Lutz y sus colegas llaman la “Hipótesis de la trampa de la baja fertilidad”.
Ellos han propuesto un conjunto de mecanismos donde la baja fertilidad puede pasar de generación en generación. En particular, sugieren que la voluntad de casarse y de tener hijos depende, en parte, de si una pareja puede satisfacer sus aspiraciones materiales. Pero la baja fertilidad va de la mano con el envejecimiento de la población y con el aumento de la carga tributaria para pagar las pensiones y la atención médica. En lugares con baja oferta de vivienda, la caída de las tasas de interés también conduce a altos precios de la vivienda, lo cual ejerce aún más presión sobre las finanzas de los jóvenes.
Existen razones para sospechar que estos mecanismos ya están funcionando para suprimir la fertilidad. En Japón, por ejemplo, casi todo el reciente crecimiento de los ingresos de las personas en edad laboral se ha visto absorbido por los aumentos de impuestos y por las primas de seguro social.
Keynes concluyó: “Sólo quiero advertirles que el encadenamiento de un demonio -el crecimiento de la población- puede, si somos negligentes, solo servir para liberar a otro aún más feroz e intratable”. Es hora de tomar esa advertencia en serio.
Con información de El Financiero.