Iggy Pop y la nostalgia de la muerte

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El Padrino del Punk, míster Iggy Pop, presentó el 6 de septiembre de 2019 su más reciente disco, titulado simplemente Free, otro material introspectivo y todo un manifiesto de evolución rockera, en consecuencia directa con sus trabajos anteriores: el extraño, decadente y profundo Preliminaires (2009), seguido del aún más galo Après (2012), poblado de homenajes a canciones francesas e iconos retro, además del revitalizado, brillante e iracundo Post Pop Depression (2016), que han situado al veterano Iggy Punk en la cima de ese ya longevo movimiento contracultural del que además se le considera precursor.

De igual manera, demuestran que es tan innovador como versátil y sorprendente. Es todo menos convencional o predecible, es inagotable e imaginativo. Siempre intrépido y aventurero, podría darle lecciones de frescura a muchos niños salvajes del presente y el futuro, si es que existe un futuro, queridos internos de este manicomio colectivo.

Como siempre, escuchar el mejor rocanrol me recuerda inevitablemente a mi padre, el gran escritor de la banda gruexa, José Agustín. Recuerdo cuando compró el primer disco de los Stooges, una pieza que no podía faltar en el rompecabezas de la historia del rock, que preciadamente recopilaba en su vasta colección de discos. Este debut de Iggy y compañía es una de cuatro joyas súper brillantes dentro de la era menos pulida de la piedra rodante.

Los Stooges son los ancestros jurásicos del rock punk, puro raw power, sin reminiscencias ni coqueteos con el travestismo de Bowie o los New York Dolls, aunque los bailes y contorsiones superdotadas y estrafalarias de Iggy en el escenario estuvieran influidas por las bailarinas de striptease de los oscuros burdeles gabachos, a principios de los años setenta, como él mismo ha reconocido.

Mi siguiente recuerdo de Iggy Pop tiene que ver con mi visita a un tugurio teibolero en Acapulco donde, tras comerme un ácido lisérgico, me metí para refugiarme de un huracán, y acabé gastándome medio sueldo de mi participación como jurado en el premio de cuento José Agustín, a principios de este milenio. Allí, una de las bailarinas del tubo, una mujer bellísima casi negra, eligió “The passenger” para bailarme una danza privada que casi hace estallar mi cabeza. Todo ocurrió en el table dance conocido como el Roxy (querido Roxy, nunca te olvidaré).

Y fue así como también llegué a amar a Iggy Pop, a quererlo como a un hermano, un padrino: el mero abuelito del Punk. Pero volvamos un poco más hacia el presente, por ahí del año 2010, cuando mi padre ya se había accidentado —un año antes, en el teatro de Puebla— pero aún estaba bastante más fuerte mental y físicamente de lo que se encuentra hoy en día, a diez años de esa tragedia personal, familiar, y para las letras mexicanas y de habla hispana. En esos días, mi padre ya había sido despachado del hospital, contra las buenas indicaciones de los médicos, y había vuelto a Cuautla con ánimos de retiro, de dedicarse exclusivamente a descansar, leer, beber y fumar. Como si negara toda su vida, se había prohibido a sí mismo escribir otra vez.

Y cuando se olvidaba de que había claudicado, e intentaba volver a escribir, trabajar en los varios proyectos de novelas que tenía abiertas como heridas en la mente, se encontraba con que no podía escribir más. La fatiga lo envolvía, su cabeza divagaba, su otrora concentración total y memoria insólita se transformaban en mareos y dolores de cabeza. Las letras, los entramados y sus queridos personajes huían de su vista, como agua entre las manos, como en esos despertares dentro de los sueños en que la realidad se difumina y desaparece al recobrar súbitamente la conciencia, y con los rincones oculares se alcanzan a percibir conejos blancos que huyen a través de abismos negros, cruzan espejos mágicos dejándonos atrás, perdidos en una nueva realidad.

Más allá de las fronteras de la cordura. Libre al fin, el fantasma de un rey, mi padre, se me aparece vagando, en un castillo de letras abandonadas. En ese año, entre los discos en el suelo de un gran puesto de piratería me sorprendió encontrar el que por aquellos tiempos era el nuevo de Iggy Pop, Preliminaires, un disco muy experimental para el máster, que rompió con cualquier molde que hasta entonces hubiera abanderado. Incluye un par de versiones de la canción “Las hojas muertas”, interpretada con harto filin y un pésimo francés, todo lo cual sólo logró conmoverme más, pues en la infancia trataron de inculcarme esa lengua tan caprichosa (fracasaron, desde luego). Creo que también le cayó en gracia a mi padre, pues adora ese idioma y llegó a dar algunas conferencias en Francia parlándoles en su eurojerga. Y, por lo tanto, reconoció de inmediato “Les feuilles mortes”, cuando le compartí este pequeño hallazgo de un pescador sin esperanzas en el río de mis irresponsables desventuras.

La siguiente canción, “I wanna go to the beach”, dejaba en claro que Mr. Pop estaba decidido a demostrar que había madurado, a regañadientes y a contrarreloj, todo lo cual era palpable tanto en su tono cavernoso como en sus letras y melodías, hasta un nivel que al parecer perseguía los pasos de Leonard Cohen por la gravedad de su voz, coqueteos con la muerte incluidos, y sus correspondientes disertaciones existencialistas. Es un ajuste de cuentas con la vejez, pensé, advirtiéndome que Iggy Pop se encontraba en un punto similar al de mi padre, invocando su partida del mundo, preparando el camino para un acto de desaparición pero en pleno uso de sus facultades mentales.

No se podía decir lo mismo de mi padre, que estaba ya muy alterado por el accidente, y sin embargo distinguió la profundidad y altitud que el máster Pop había alcanzado, en este intento desesperado, confuso y tardío de evolución filosófica y musical, pues tiene varias grandes piezas, y la calidad y variedad del álbum es extraña pero contundente. Es un disco bizarro y bello que tristemente coincidió con la sorpresiva muerte de uno de los integrantes de los Stooges: Ron Asheton.

Pero especialmente, aparte de las piezas iniciales, me marcaron dos canciones, cuya temática gira en torno a los amores perros: “King of the dogs” y “A machine for loving”. La primera es una pieza en tono de jazz, con ritmo de funeral estilo Nueva Orleans, que toma prestada una melodía de Louis Armstrong y le agrega una letra sobre un perro tan grande y feroz que llega a ser el rey de todos los perros, tal como Iggy es el Padrino de todos los punks.

La escuché con gran placer, pues en la casa de mi padre siempre hemos sido perreros. Como les decía, el Preliminaires también incluye una canción, cerca del final, triste pero muy buena, que versa sobre la pérdida de una mascota (yo las he enterrado muchas veces, en el jardín de mis padres). “A machine for loving” es, a mi parecer, una poderosa disertación sobre la muerte de un perro entrañable. Y todo esto ocurrió hace dos meses escasamente, en la casa de José Agustín, donde tuvimos que cavar una tumba para el sol, para el gran emperador Tonatiuh, el rey de los perros, un gran labrador dorado, el perro favorito de mi papá, quien se fue envejeciendo a un paso sincronizado con José Agustín.

Y si aman a los perros y les late el Iggy Poppers, no se pierdan este texto misterioso que raya en la ciencia ficción, leído por Iggy con un acento lúgubre y mortuorio. Está basado en un cuento de Michel Houellebecq.

Escuchando Preliminaires, aplaudo a rabiar por este disco insólito, perdido muy adentro en el Mar de música, otro capítulo infame en la historia del rock & roll. Jim Jarmusch tomó la estafeta de mis cátedras de rock con su película Coffe & Cigarrettes (2004), donde aparece Iggy con Tom Waits, y cuyo soundtrack incluye “Down by the Street”, y su versión de la clásica “Louie, Louie”. Jarmusch nos regaló también el excelente documental que dirigió sobre los Stooges, Gimme Danger (2016), donde se conoce a fondo a este personaje y a sus camaradas. Y esto nos trae finalmente al presente, en el que don Pop ha presentado su más reciente álbum, titulado simplemente Free. En la portada lo vemos emergiendo de las olas, en un amanecer frío y nublado, como un espectro.

Es un disco bastante hermano del Preliminaires, aunque no tan efectivo, pero también es oscuro y ominoso y casi desesperanzado, introspectivo. Lo levantan piezas como “Love’s missing” y “Sonali” y “Dawn”, en las cuales ya no canta, sino que recita (onda spokenword, como en “A machine for loving”), desafiando a la madrugada hostil del insomnio, como en La hora del lobo, de Ingmar Bergman. Mientras que la inicial, “Free”, que da nombre al disco, en una sola palabra expresa su cansancio de esta vida, su pulsión de muerte; una sensación bastante familiar, como diría Freud, no me acuerdo en qué lado. Pero comprendo que aquel anhelo de vivir, su vieja “Lust 4 Life”, se ha transformado en un hastío, una nostalgia por la muerte.

Un ciclo que mi padre y yo conocemos muy bien, una sensación que hemos compartido, en esta calma marina, muy adentro en la sangre. Es una rola libertaria, como un mantra desesperado, atmosférica y misteriosa. Free es otro disco de distanciamiento con el rock proto punk que lo caracterizó, pues sólo quería hacer música nueva. Y ahora cada trabajo suyo es diferente para crecer espiritualmente de cara hacia la muerte, cambiar su estilo y cambiar de piel. Y así, a sus 72 años, el maestro del caos está más joven que nunca, es moderno y renace siempre de sus cenizas.

El señor Pop ha sobrevivido a sí mismo, a la violencia, las drogas y el sexo desenfrenado que caracterizan al rock salvaje, al tiempo y las vanguardias, y sigue de pie; aunque harto de existir, se defiende componiendo y produciendo. Y así ha llegado desde el fondo del subterráneo hasta la cumbre de las estrellas roqueras. Por lo tanto, camaradas, al menos en esta Nave de Locos, ¡este punk sigue vivo!

Artículo publicado por José Agustín Ramírez en Milenio.

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